jueves, 30 de enero de 2014

El Silencio de las Sirenas




Prueba de que medios inadecuados, y hasta infantiles, pueden servir para salvarse del peligro.
Para protegerse de las Sirenas, Ulises se tapó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de su navío. Naturalmente, cualquier viajero anterior pudo haber hecho lo mismo, con excepción de aquellos a quienes las Sirenas seducían aún desde una gran distancia; pero todo el mundo sabía que semejantes artimañas eran absolutamente inútiles. El canto de las Sirenas podía atravesar cualquier cosa, y el ardiente deseo de los seducidos hubiera quebrado ataduras más fuertes que cadenas y mástiles. Pero Ulises no pensó en eso, aunque probablemente lo había oído mencionar. Confiaba absolutamente en su puñado de cera y en su braza de cadena, y gozando inocentemente de su minúscula estratagema salió a navegar al encuentro de las Sirenas.
Sin embargo, las Sirenas poseen un arma todavía más fatal que su canto: su silencio.
Y aunque se conceda que tal cosa nunca haya sucedido, es posible concebir que alguien haya podido huir de su cantar. Pero de su silencio, ciertamente nunca. Contra el sentimiento de haber triunfado sobre ellas mediante la propia fuerza, y la consecuente exaltación que aplasta todo ante él, ninguno de los poderes terrestres podría permanecer intacto.
Y cuando Ulises se les acercó, realmente no cantaron las potentes cantantes, ya fuese porque pensaron que su enemigo solamente podría ser vencido por su silencio, o porque al aspecto beatífico de la cara de Ulises (quien no estaba pensando en nada que no fuese su cera y sus cadenas) hizo que ellas olvidaran su cantar.
Pero Ulises, si uno puede expresarlo así, no escuchaba su silencio: creía que ellas estaban cantando y que él solo no las escuchaba.
Durante un instante fugaz vio sus cuellos que se elevaban y se sumergían, sus altos pechos, sus ojos colmados de lágrimas, sus labios semiabiertos, pero creyó que esos eran los acompañamientos de las canciones que morían desoídas alrededor de él.
Pronto, sin embargo, todo esto se desvaneció de su vista cuando fijó su mirada en la distancia; las Sirenas desaparecieron literalmente ante su resolución, y en el preciso instante en que las tenía más cerca, nada más supo de ellas.
Pero ellas -más cautivadoras que nunca- erguían sus cuellos y ondulaban, dejando sus frías cabelleras libremente al viento y, olvidando todo, se asían con sus garras de las rocas. Ya no tenían deseo alguno de seducir; todo lo que querían era adueñarse, tanto como les resultara posible, del esplendor que surgía de los grandes ojos de Ulises. Si las Sirenas hubiesen poseído conciencia, habrían sido aniquiladas en aquel momento. Pero quedaron como habían sido: todo lo que sucedió fue que Ulises escapó de ellas.
También ha sido legado un codicilo para la posteridad. Se cuenta que Ulises era tan rico en argucias, era tan zorro, que ni siquiera las deidades del destino podían atravesar su fortaleza. Quizás él haya percibido realmente (aunque en este punto el entendimiento humano está más allá de esas profundidades) que las Sirenas callaron, y enfrentó el pretexto arriba mencionado contra ellas y los dioses, simplemente a manera de escudo.

Franz Kafka - Parábolas y Paradojas


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