sábado, 23 de marzo de 2024

Los Napoleones del fin de semana

 



Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y reglamentos bajo el brazo, como los miembros de una cofradía clandestina, dispuestos a poner patas arriba la Historia. Algunos son tipos tímidos, solitarios. En apariencia, incapaces de matar una mosca. Pero fíate y no corras. Bajo su aspecto gris ocultan un corazón de tigre, y cada fin de semana deciden sobre la vida y la muerte de miles de seres humanos. Saben de heroísmo, y de coraje; y de encajar impávidos los azares del destino y de la guerra, tal vez más que muchos de esos militares de verdad que a veces se cruzan por la calle, con su uniforme y sus medallas que a ellos les hacen sonreír disimulada, esquinadamente, con mueca, de viejos veteranos.

Los jugadores de los llamados wargames o juegos de guerra de salón nada tienen que ver con el militarismo, o las ideologías. Del mismo modo que unos juegan al tenis, otros al poker y otros a la herencia de Tía Ágata, los aficionados al asunto, que es una especie de ajedrez pero a lo bestia, reproducen sobre tableros, con las fichas apropiadas, situaciones estratégicas o tácticas de la Historia; y basándose en complicados reglamentos, intentan darle las suyas y las de un bombero a Rommel, por ejemplo, en El Alamein; o compartir gloria con Napoleón en Austerlitz; o dar la vuelta a la tortilla haciéndole la puñeta a Aníbal en Tresino, Trebia, Trasimeno y Caimas. La forma usual es un terreno reproducido en detalle sobre grandes tableros, y allí, con piezas, soldaditos de plomo 0 fichas adecuadas, se desarrollan los acontecimientos históricos y sus variantes, en largas operaciones de un realismo asombroso que llegan a durar horas, e incluso días.

Como masones, los adictos al género intercambian informaciones, reglamentos, experiencias. Hay especialidades, por supuesto: artistas del combate táctico a nivel de pelotón, capaces de batirse casa por casa durante días en los alrededores de la fábrica de tractores de Stalingrado, y genios de la logística que llevan tercios a Flandes por el camino español de la Valtelina entre las diez de la mañana y las ocho de la tarde de un mismo día. A algunos les gusta reunirse en grupos, haciéndose cargo cada uno de un bando, o un cuerpo de ejército, o de una simple unidad de infantería; y otros prefieren habérselas de tú a tú con el tablero o con la pantalla del ordenador, que facilita el juego a solateras. En cuanto a sexo, predomina el masculino; aunque no faltan mujeres como la novia de mi amigo Miguel -el hombre que más cargas de caballería ha ordenado en la historia de la Humanidad-, que es una moza dulce y apacible hasta que el fin de semana, ante el tablero, se transforma en una despiadada y lúcida táctica, capaz de cañonearse peñol a peñol con el Victory, o putear al general Dupont en Despeñaperros hasta que el maldito gabacho pide cuartel y misericordia.

Son la leche. Cuando los ves descargar adrenalina en sus excitantes aventuras semanales, compruebas asombrado cómo se transforman ante el tablero para compensar otra vida a menudo monótona, tal vez insustancial. De pronto, inclinados sobre los hexágonos del mapa, considerando los factores de movimiento entre Washington y Gettysburg o la potencia de fuego de una división panzer en los campos embarrados de Smolensko, aflora toda la seguridad, toda la pasión, todas las cualidades buenas o malas reprimidas en el día a día: abnegacidades, buen juicio, crueldad, rapidez, inteligencia, egoísmo, iniciativa, sacrificio. Y comprendes que resulta imposible saber lo que cada ser humano, incluso el de apariencia más torpe, bondadosa, malvada o gris, atesora en su corazón o en su cabeza.

Y además, comprendo el placer personal intenso, fascinante, de hacerle trampas a la Historia. De romperle los cuernos a Bismarck en Sedán, o destrozar por fin los cuadros escoceses en Waterloo. O volver a la oficina el lunes por la mañana y dirigirle al imbécil de tu jefe una sonrisa enigmática que él nunca entenderá, ignorante del momento de gloria infinita que viviste a las tres de la madrugada de ayer, cuando, tras doce horas de combate, encendiste con mano temblorosa un cigarrillo para contemplar desde el alcázar del Santísima Trinidad, entre los mástiles derribados y los pasamanos hechos astillas, cómo ardía la escuadra inglesa frente al cabo Trafalgar.


Arturo Pérez-Reverte, 10 de noviembre de 1996

jueves, 21 de marzo de 2024

Una ola




"Tú mismo eres la energía eterna del Universo. No viniste a este mundo; saliste de él. Como una ola del océano"


Alan Watts

José Saramago - Discurso de aceptación del Premio ante la Academia sueca 1998



«El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir». 

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.

Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera".

Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la vía lactea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.


José Saramago

Los Napoleones del fin de semana

  Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y reglam...