sábado, 28 de junio de 2014

Verdad del Amor




Precedentemente ha recordado que Platón ya había atendido al particular vínculo entre amor y verdad. Pero, según usted, ¿en qué es el amor un “procedimiento de verdad”?

En efecto, sostengo que el amor es lo que, en mi jerga de filósofo, yo llamo un “procedimiento de verdad”, es decir, una experiencia en la que un cierto tipo de verdad se construye. Esta verdad es muy simplemente la verdad sobre lo Dos. La verdad de la diferencia como tal. Y pienso que el amor -lo que yo llamo la “escena de lo Dos”- es esta experiencia. En este sentido, todo amor que acepta la prueba, que acepta la duración, que acepta justamente esa experiencia del mundo desde el punto de la diferencia produce a su manera una verdad nueva sobre la diferencia. Esta es la razón por la que todo amor verdadero interesa a la humanidad entera, por muy humilde que pueda ser en apariencia, por muy escondida que parezca. ¡Sabemos bien que las historias de amor apasionan a todo el mundo! El filósofo debe preguntarse por qué nos apasionan.
¿Por qué todos esos filmes, todas esas novelas, enteramente consagradas a historias de amor? Tiene que haber algo universal en el amor para que todas esas historias interesen a un público tan inmenso. Lo que hay de universal es que todo amor propone una nueva experiencia de verdad sobre lo que es ser dos y no uno. Que el mundo pueda ser encontrado y experimentado de otro modo que mediante una conciencia solitaria, he ahí de lo que cualquier amor nos da una nueva prueba. Y esta es la razón por la que nosotros amamos el amor, tal y como lo decía San Agustín, amamos amar, pero amamos también que otros amen. Simplemente, porque amamos las verdades. Ahí está lo que da todo su sentido a la filosofía: la gente ama las verdades, incluso cuando no saben que las aman.

Esa verdad parece tener que ser dicha, usted ha hablado de amor “declarado”. Según usted, en el amor necesariamente hay una etapa de la declaración. ¿Por qué es tan importante el hecho de tener que decir el amor?

Porque la declaración se inscribe en la estructura del acontecimiento. Primero, tenemos un encuentro. Ya he dicho que el amor comienza por el carácter absolutamente contingente y azaroso del encuentro. Es, verdaderamente, el juego del amor y del azar. Y son ineluctables. Existen siempre, a pesar de la propaganda de la que hemos hablado. Pero el azar, en un momento dado, debe ser fijado. Debe comenzar una duración, justamente. Es un problema, cuasi metafísico, muy complicado: ¿cómo un puro azar en el punto de partida va a devenir en el punto de apoyo de una construcción de verdad? ¿cómo esa cosa que no era previsible y parecía ligada a las imprevisibles peripecias de la existencia, sin embargo, va a convertirse en el completo sentido de dos vidas mezcladas, emparejadas, que van a hacer la experiencia prolongada del constante (re)nacimiento del mundo por mediación de la diferencia? ¿Cómo se pasa del puro encuentro a la paradoja de un sólo mundo en el que se descifra que somos dos? En realidad es todo un misterio, Y, por otra parte, ello alimenta también el escepticismo con respecto al amor. ¿Por qué, se dirá, hablar de gran verdad a propósito del hecho, banal, de que alguien, manos a la obra, haya encontrado a su compañero o compañera? Ahora bien, es justamente eso lo que es preciso sostener: una acontecimiento de apariencia insignificante, pero que en realidad es un acontecimiento radical de la vida microscópica, es portador, en su obstinación y en su duración, de una significación universal. Es verdad, sin embargo, que el “azar debe ser fijado”. Es una expresión de Mallarmé: “El azar al fin es fijado...” Él no lo dice a propósito del amor, lo dice a propósito del poema. Pero también se puede aplicar al amor y a la declaración de amor, con las terribles dificultades y angustias diversas que se le asocian. Bien mirado, las afinidades entre poema y declaración de amor son bien conocidas. En los dos casos, hay un riesgo enorme que se endosa al lenguaje. Se trata de pronunciar una palabra cuyos efectos, en la existencia, pueden ser prácticamente infinitos. Y este es, también, el deseo del poema. Las palabras más simples se cargan entonces de una intensidad casi insostenible. Declarar el amor es pasar del acontecimiento encuentro al comienzo de una construcción de verdad. Es fijar el azar del encuentro bajo la forma de un comienzo. Y, por lo general, lo que ahí comienza dura tanto tiempo, está tan cargado de novedad y de experiencia del mundo que, retrospectivamente, no del todo como contingente y azaroso, como sucede con todo principio, sino prácticamente como una necesidad. Así que el azar es fijado: la absoluta contingencia del encuentro con alguien que no conocía acaba por tomar la altura de un destino. La declaración de amor es el paso del azar al destino, y es esa la razón por la que es tan peligrosa, tan cargada de una especie de angustia espantosa. La declaración de amor, por otra parte, no sólo tiene lugar una única vez, puede ser larga, difusa, confusa complicada, declarada y re-declarada, y abocada a ser re-declarada una vez más. Es el momento en que el azar es fijado. Donde uno se dice: lo que ha pasado aquí, este encuentro, los episodios de este encuentro, yo se los voy a declarar al otro. Le voy a declarar que aquí ha pasado algo que, al menos para mí, me compromete. Y ahí está: yo te amo. Si “yo te amo” es una astucia para acostarse con alguien, y lo que puede llegar tampoco es una astucia, entonces, ¿qué es? ¿Qué es lo que se dice ahí? No es del todo simple decir “te amo”. Se tiene la costumbre de considerar este pequeño miembro de la frase como absolutamente usado e insignificante. Por otro lado, a veces, para decir “te amo” se prefieren emplear otras palabras menos usadas o más poéticas. Pero siempre es para decir: de lo que era un azar yo voy a sacar otra cosa. Voy a sacar una duración, una obstinación, un compromiso, una fidelidad. Entonces, fidelidad es una palabra que yo empleo aquí en mi jerga filosófica retirándola de su contexto habitual. Significa justamente el paso de un encuentro azaroso a una construcción tan solida como si hubiese sido necesaria.

A propósito de esto, es importante citar el hermoso libro de André Gorz, Lettre à D. Histoire d'un amour, declaración de amor del filósofo a su mujer, Dorine, relato de un amor que, si puedo decirlo, duró desde siempre. He aquí las primeras líneas: “Vas a cumplir ochenta años. Has empequeñecido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos y siempre eres bella, graciosa y deseable. Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo llevo en el hueco de mi pecho un vacío devorador que sólo calma el calor de tu cuerpo contra el mío”.
¿Qué sentido da usted a la fidelidad?

¿No tiene la fidelidad un sentido mucho más considerable que la sola promesa de no acostarse con algún otro? ¿No muestra esto precisamente que el “yo te amo” inicial no tiene necesidad de ninguna consagración particular, el compromiso de construir una duración, a fin de de que al encuentro se le libre de su azar? Mallarmé veía el poema como “el azar vencido palabra por palabra”. En el amor, la fidelidad designa esta larga victoria: el azar del encuentro vencido día a día en la invención de una duración, en el nacimiento de un mundo. ¿Por qué, generalmente, se dice : te amaré siempre? A condición de que no sea una astucia, desde luego. Y, obviamente, los moralistas son demasiado cínicos, diciendo que en realidad jamás es verdad. Pues bien, hay gente que se ama siempre, y son muchos más de los que se cree, y muchos más de los que se dicen. Y todo el mundo sabe que decidir, sobre todo unilateralmente, el final de un amor es siempre un desastre, sean cuales sean las excelentes razones que se pongan por delante. El abandonar un amor sólo llegó una vez en mi existencia. Era mi primer amor y, progresivamente, he ido siendo tan consciente de que este abandono era una falta que he vuelto hacia ese amor inaugural, aunque tarde, demasiado tarde -se aproximaba la muerte de la amada- pero con una intensidad y una necesidad incomparables.
Después de esto, jamás he renunciado. Ha habido dramas, desgarramientos e incertidumbres, pero jamás he abandonado un amor. Y creo estar bien seguro, desde el punto de aquellas a quien he amado, de que realmente ha sido parta siempre. Así pues, íntimamente, sé que la polémica escéptica es inexacta. Y, segundo, si el el “te amo” es siempre, en muchos aspectos, un “te amo para siempre” es que, en efecto, fija el azar en el registro de la eternidad. ¡No tengamos miedo de las palabras! La fijación del azar es un anuncio de eternidad. En cierto sentido, todo amor se declara eterno: la eternidad está contenida en la declaración... Todo el problema está en inscribir, después, esta eternidad en el tiempo. Porque, en el fondo, el amor es eso: una declaración de eternidad que debe realizarse o desplegarse como pueda en el tiempo. Una irrupción de la eternidad en el tiempo. Y es por esta razón por la que es un sentimiento tan intenso. Entiendo que los escépticos más bien nos hacen reír porque si se intenta renuncia al amor, no creer más en él, sería un verdadero desastre subjetivo, y todo el mundo lo sabe. La vida, hay que decirlo, ¡sería absolutamente descolorida! Por tanto, el amor sigue siendo una potencia. Una potencia subjetiva. Una de las raras experiencias en que, a partir de un azar inscrito en el instante, uno tiene una proposición de eternidad. “Siempre” es la palabra por la cual, de hecho, se dice la eternidad. Porque no se puede saber lo quiere decir este “siempre” ni cual es su duración. “Siempre” quiere decir “eternamente”. Simplemente es un compromiso en el tiempo, porque habría que ser Claudel para creer que dura más allá del tiempo, en el fabuloso mundo de después de la muerte. Pero la eternidad sí que puede existir en el tiempo mismo de la vida, y el amor, cuya esencia es la fidelidad en el sentido yo le doy a esta palabra, es lo que viene a probarlo. ¡La felicidad, en suma! Sí, la felicidad amorosa es la prueba de que el tiempo puede albergar la eternidad. Como también son pruebas el entusiasmo político cuando se participa en una acción revolucionaria, el placer que liberan las obras de arte y la alegría casi sobrenatural de la que una da prueba cuando al fin se comprende, en profundidad, una teoría científica.

Pongamos que el amor es el acontecimiento de lo Dos como tal, la “escena del Dos”. ¿Y el
niño? ¿No viene el niño a alterar o romper esta “escena de lo Dos”? ¿No es el Uno que conjunta
al Dos de los amantes, pero igualmente un Tres que puede prolongarlos pero también separarlos?

Esa una cuestión absolutamente profunda e interesante. Un amigo, Jérôme Bennaroch, que es un Judío del estudio, acepta mi tesis sobre el amor hasta un cierto punto. Siempre me dice: sí, vale, el amor es la prueba de lo Dos, es su declaración, su eternidad, pero hay un momento en que debe probarse en el orden de lo Uno. Es decir, que debe volver a lo uno. Y la figura a la vez simbólica y real de este Uno es el niño. El destino verdadero del amor es cuando se tiene al niño como la prueba de lo Uno. Yo opongo a su objeción muchas constataciones empíricas, en particular, el hecho de que, en ese caso, haya que denegar el carácter amoroso a las parejas estériles, homosexuales, etc. Después, más profundamente, le digo: en efecto, el niño forma parte del espacio del amor en tanto que es lo que, en mi jerga, yo llamo un punto. Un punto es un momento particular sobre el cual un acontecimiento se estrecha, donde, de alguna manera, debe volver a reinterpretarse el acontecimiento, como si volviera bajo una forma desplazada, modificada, pero obligándonos a “redeclararlo”. En suma, un punto es cuando las consecuencias de una construcción de verdad, ya sea política, amorosa, artística o científica, generalmente nos obligan a rehacer una elección radical, como al principio de todo, cuando aceptamos y declaramos el acontecimiento. Tenemos que volver a decir de nuevo “yo acepto este azar, lo deseo y lo asumo”. En el caso del amor hay que rehacer su declaración, y a menudo con toda urgencia. Se podría decir: hay que (re)hacer el punto. Pienso que el niño, el deseo del niño, el nacimiento, es eso. Forma parte del proceso amoroso, es evidente, bajo la forma de un punto para el amor. Se sabe que para toda pareja hay una prueba alrededor del nacimiento, que es a la vez un milagro y una dificultad. Alrededor del niño, y precisamente porque ves uno, va a desplegarse lo Dos. Lo Dos no va a poder continuar experimentándose en el mundo tal y como lo hacía antes de que tuviera que confrontarse con este punto. En absoluto niego que el amor sea secuencial, o dicho de otro modo que no ruede solo. Hay puntos, pruebas, tentaciones, apariciones nuevas y, cada vez, es necesario reinterpretar la “escena de lo Dos”, encontrar los términos de una nueva declaración. Inauguralmente declarado, el amor también debe ser “redeclarado”. Y esta es la razón por la cual el amor también está en el origen de las crisis existenciales violentas. Como todo procedimiento de verdad. Por cierto, desde este punto de vista la proximidad entre la política y el amor es asombrosa.

Alain Badiou - Elogio del Amor

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