miércoles, 6 de noviembre de 2013

Oasis




Tanto os hablé del desierto que antes de seguir hablando de él me gustaría describir un oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sahara. Pero otro milagro del avión es que os sumerge directamente en el corazón del misterio. Erais un biólogo, estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideráis, fríamente, esas ciudades asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrellas y las alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Sois prisioneros de un césped en un parque adormecido.
No es la distancia la que mide el alejamiento. La pared de un jardín de nuestra casa puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas.
Me referiré a una breve escala en alguna parte en el mundo. Era cerca de Concordia, en la Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: de tal modo está difundido el hemisferio.
Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. El viejo Ford en el cual rodaba no ofrecía nada de particular ni tampoco la familia que me había recogido.
-Pasará usted la noche en nuestra casa...
Pero en un recodo del camino se descubrió, a la luz de la luna, un bosquecillo y, detrás de esos árboles, una casa.
¡Que cosa extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al transponer el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio.
Entonces aparecieron dos muchachas. Me consideraron gravemente, como dos jueces apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y castigó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado, ellas me tendieron sus manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron.
Estaba divertido y encantado a la vez. Todo ello era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto.
-¡Eh! ¡Eh!, son salvajes -dijo sencillamente el padre. Y entramos.



Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que muestra la nariz entre el pavimento de la capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, llega a ver si los hombres mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas las piedras. Me atraía esa forma de deterioro que no expresa sino una riqueza demasiado grande. Pero aquí quedé maravillado.
Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de madera donde los enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban gastados, los batientes estaban raídos, las sillas patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, encerado, brillante.
El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero siempre bruñido, barnizado, lustrado. Curiosa casa, pues no evocaba ninguna negligencia, ningún abandono, sino un extraordinario respeto. cada año añadía, sin duda, algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, y también a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.
¡Atención!
Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto fácilmente las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. Tenía un aspecto muy de gran señor, ese soberano desprecio por toda excusa. No se me decía: "Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero..." No se me decía tampoco -lo que sin embargo era verdad-: "A la ciudad alquilamos esto por treinta años. Le compete a ella repararlo. Todos nos empecinamos..." Se desdeñaban las explicaciones y tanta soltura me encantaba. A lo más se me hizo observar:
-¡Eh! ¡Eh!, está un tanto descalabrado...
Pero ello con un tono tan ligero que yo sospechaba que mis amigos se entristecían poco ante el hecho. ¿Se imaginan ustedes a un equipo de albañiles, de carpinteros, de ebanistas, de revocadores instalando, en semejante pasado, su sacrílega utilería y rehaciéndonos en ocho días una casa que uno nunca hubiera conocido y donde uno se creería de visita? ¿Una casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies, sin escondrijos? ¿Una especie de salón municipal?
De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación. ¡Cómo debían ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero! ¡Cuánto ya se adivinaba que de la menor alacena entreabierta caerían paquetes de cartas amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna! Llaves maravillosamente inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados, con luises de oro.
-¿Pasamos a la mesa, si gusta usted?
Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcido como incienso, ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y sobre todo me atraía el transporte de las lámparas. Verdaderas lámparas pesadas que se acarreaban de una pieza a la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que movían, en las paredes, maravillosas sombras. Se alzaban, con ellas, ramilletes de luz y palmas negras. Luego, una vez en su sitio las lámparas, se inmovilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de noche, en derredor, donde crujían las maderas.
Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y gustado en el viento de la noche el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrestre. Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándolos con sus manecillas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la mangosta a las abejas, todos escuchaban.
Y yo esperaba ver a dos jóvenes tan vivaces poniendo en juego todo su espíritu crítico, toda la finura de que eran capaces para formular un juicio rápido, secreto y definitivo sobre el ser masculino que las enfrentaba. En mi infancia, mis hermanas atribuían, del mismo modo, notas a los invitados que por primera vez honraban nuestra mesa. Y cuando la conversación decaía se escuchaba, repentinamente, en el silencio, resonar un:
-¡Once!
Del cual nadie, salvo mis hermanas y yo, gustaba el encanto.
Mi experiencia de ese juego me turbaba un poco. Y yo me sentía más molesto al sentir tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir los animalitos que engañan de los animales ingenuos; que saben leer en los pasos del zorro si está o no de humor abordable, que poseen un grandísimo conocimiento de los movimientos interiores.
Amaba esos ojos tan agudos y esas almitas tan rectas, pero cómo hubiera preferido que ellas cambiasen de juego. Sin embargo, bajamente y por miedo del "once" yo les alcanzaba la sal, les servía vino, pero encontraba, al alzar la mirada, su dulce gravedad de jueces que no se venden.
Hasta la misma lisonja hubiera sido inútil: ellas ignoraban la vanidad. La vanidad pero no el hermoso orgullo. Y pensaban de sí mismas, sin mi ayuda, mejor de lo que me hubiera atrevido a decir. No pensaba siquiera en extraer prestigio de mi oficio, pues es también audacia el trepar hasta las últimas ramas de un plátano y ello simplemente para controlar si la nidada de pájaros crece sin tropiezos y para saludar a los amigos.
Y mis dos silenciosas hadas vigilaban siempre tan bien mi comida, con tanta frecuencia hallaba yo sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una intrigada mirada. Entonces, sin duda satisfecha de su examen, pero usando de la última piedra de toque y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó simplemente, con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro si acaso yo era uno de ellos:
-Son las víboras.
Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del mundo.
-¡Ah!..., son las víboras...
Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Aquello que se me había deslizado por mis piernas, que había rozado mis pantorrillas, eran las víboras...
Felizmente para mí sonreí. Y sin forzarme, pues las jóvenes lo hubieran descubierto. Sonreía porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida que pasaban los minutos y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más acerca de las víboras. La mayor vino en mi ayuda:
-Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa.
-Alrededor de las diez de la noche vuelven -añadió la hermana-. Cazan de día.
A mi vez, a hurtadillas, miré a las jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de los rostros apacibles. Y admiré esa realeza que ejercían...
Ahora, sueño. Todo ello está muy lejos. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin duda se han casado. Pero, entonces, ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de muchacha al de mujer. ¿Qué hacen en una casa nueva? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con las hierbas locas y las serpientes? Estaban mezcladas a algo universal. Pero llega un día en que la mujer se despierta en la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez su aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Al imbécil, si dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que solo ama los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en esclavitud, a la princesa.

Antoine de Saint-Exupéry, en Tierra de Hombres


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