viernes, 30 de agosto de 2013

Las pautas de la naturaleza




Existe una gran diferencia entre el orden del mundo y el orden establecido por las reglas de la sintaxis y de la gramática. Y, puesto que el orden del mundo es extraordinariamente complejo y el de las palabras relativamente sencillo, empeñarse en utilizar éste para explicar aquél es un esfuerzo tan torpe como pretender beber agua con un tenedor. Muchos de los problemas que nos atenazan descansan en nuestra confusión entre el orden de la naturaleza y el orden de la lógica y de las palabras.
Empeñarse en dar sentido a la vida es pretender tratar el mundo real como si fuer un conjunto de palabras. Las palabras son símbolos y significan algo diferente a los signos formados por letras, pero las personas, las montañas, los ríos y las estrellas no son símbolos ni signos. Las dificultades con las que tropezamos en nuestro empeño de dar sentido a la vida se derivan del intento de ajustar el orden complejo de la vida a un sistema muy sencillo que, al ser inadecuado para su tarea, acaba generando todo tipo de problemas imprevistos.
Existen en chino, un par de palabras para referirse a esos dos ordenes diferentes. La primera de ellas es la palabra tsu, que significa "el orden de las cosas medidas" o "el orden de las cosas escritas". Ésta es una palabra que tiene el significado de "ley". Pero por más que, en ocasiones, hablemos de las leyes de la naturaleza, éstas jamás podrán ser tsu, a menos que hagamos un intento por describirlas que nos permita referirnos verbalmente a ellas.
Y, puesto que tsu solo se refiere al orden de las cosas cuando pensamos verbal o numéricamente en ellas, el chino utiliza, para referirse al orden real de la naturaleza, la palabra li.
Éste es un término muy peculiar e interesante. Su significado original, que el gran erudito del pensamiento chino Joseph Needham tradujo como "pauta orgánica", se refiere a las manchas del jade, las vetas de la madera o la fibra muscular. Es el tipo de pauta compleja que advertimos cuando, al contemplar las estrellas, por ejemplo, vemos una nebulosa de gas, que tiene una forma muy indefinida, o cuando, al mirar los estratos que configuran las pautas de una roca, advertimos una extraordinaria ondulación que, pese a ser sumamente difícil de describir, resulta, para nuestros ojos y nuestros sentimientos, muy fácil de entender. Pero tratar de expresar verbalmente ese tipo de orden siempre será infructuoso, razón por la cual todo empeño de dar sentido a la vida a la fuerza está abocado al fracaso.
El orden al que se refiere li, la infinita complejidad de la pauta orgánica, es también el orden de nuestro cuerpo, de nuestro cerebro y de nuestro sistema nervioso. En realidad, vivimos gracias a ese orden, pero, como he señalado con cierta frecuencia, no podemos imaginar con palabras ni con pensamientos ordenados el modo en que crece nuestro cuerpo, la estructura de nuestros huesos ni la regulación de nuestro metabolismo. De hecho, no tenemos la menor idea del modo en que ocurren tales cosas, como tampoco somos conscientes del modo en que pensamos o del modo en que tomamos decisiones. Es cierto que hacemos todas esas cosas, pero los procesos y el orden del cuerpo físico que sustentan esas actividades nos resultan por completo desconocidos. Por más que podamos, pues, hacer todas esas cosas, lo cierto es que trascienden todo intento de descripción.
Continuamente estamos confiando en las formas extrañas e ininteligibles del orden natural. Ese es el fundamento de todo lo hacemos y, cuando tratamos de imaginar algo y describirlo en palabras y tomamos una decisión basada en ese proceso, seguimos confiando inconscientemente en un orden que nos resulta del todo inimaginable. Ese orden constituye nuestra naturaleza básica. Una naturaleza demasiado próxima como para que podamos advertirla. Para seguir, pues, deberemos mantenernos conectados con nuestra naturaleza.
A lo largo de nuestro proceso de desarrollo y, muy en particular, a lo largo del proceso educativo, nuestros padres y maestros se esmeran en enseñarnos a desconfiar de nuestras capacidades espontáneas. Se nos enseña a imaginar y nuestra primera tarea consiste en aprender un nombre diferente para cada cosa. Así es como aprendemos a tratar a las cosas de este mundo, como si de objetos separados se tratara.
Desde esa perspectiva, un árbol es un árbol, empieza en las raíces y finaliza en las hojas de sus ramas y eso es todo. También se nos enseña a asumir una conducta coherente, como si fuésemos los personajes de un libro y ya sabemos como odian los críticos a un autor cuyos personajes no se comporten de una manera coherente. Aunque ser coherentes sería muy aburrido, creo que, de algún modo, tratamos de imponer, siguiendo la literatura, cierta coherencia a una espontaneidad natural que siempre se halla en proceso de cambio.
Siempre se espera, puesto que se nos enseña a explicarnos y a darnos sentido, que podamos racionalizar verbalmente nuestras acciones. Y, para ello, desarrollamos en nuestro interior una especie de segunda naturaleza a la que el zen denomina yo observador. Y, aunque ese yo observador sea algo positivo, también puede causar problemas. Se pasa el tiempo, por ejemplo, comentando quienes somos y lo que hacemos ("¿Qué dirán los demás?", "¿Lo habré hecho bien?", "¿Tiene algún sentido lo que hago?").
El sociólogo George Herbert Mead le llamaba "el otro interiorizado". Esto significa que tenemos una imagen interior, una sensación difusa de quienes somos y de las reacciones de los demás que nos dicen quiénes somos. Esa reacción se nos transmite casi invariablemente a través de lo que los demás dicen y piensan, pero no tardamos en aprender a mantener el comentario por nosotros mismos y cada pensamiento y observación se compara con la idea que nos hemos formado. Así es como esa imagen acaba interiorizándose -en forma de un segundo yo que siempre está comentando lo que hace el primero- y en cualquier situación debemos racionalizar si determinada conducta es congruente con esa imagen o debemos cambiarla o, en caso contrario, sentirnos culpables. El problema es que por más importante que eso sea para toda relación interpersonal civilizada, para dar sentido a lo que hacemos o a lo que hacen los demás y para hablar de ello se trata, no obstante, de un intento que acaba deformándonos.
Todos hemos admirado la espontaneidad y frescura de los niños y resulta lamentable que se vean educados para que se tornen cada vez más conscientes de sí mismos. Pero, de este modo, sin embargo, el ser humano suele perder la frescura. No es de extrañar que cada vez haya más seres humanos que acaban pareciendo criaturas para obstaculizar su propio camino.
La continua observación y cuestionamiento a que se someten los seres humanos acaba convirtiéndose en una forma de hacerse la zancadilla a sí mismos. Siempre están tratando de acomodar el orden del mundo al orden del sentido, de los pensamientos y de las palabras. Por ello los niños pierden la espontaneidad y la naturalidad. Y también por ello admiramos a las personas, sabios o artistas, que tienen la capacidad de recuperar en su madurez la frescura y la espontaneidad infantil. esas personas han dejado ya de preocuparse por lo que los demás piensen o digan de ellos. Ése era, precisamente, el encanto que rodeaba a los sabios taoístas de la antigua China.

Del libro "Que es el Tao", de Alan Watts (Un iluminado, desde mi humilde opinión)

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