viernes, 29 de marzo de 2013

Poncio Pilato




Mi esposa me habló de El muchas veces antes de que fuera traído a mi presencia, pero no me interesé.
Mi esposa es una soñadora y es dada, como tantas mujeres romanas de su rango, a cultos y rituales orientales. Y estos cultos son peligrosos para el Imperio; y cuando encuentran un sendero hacia el corazón de nuestras mujeres se convierten en destructivos.
Egipto llegó a su fin cuando los Hyksos de Arabia llevaron hasta él al Dios único de su desierto. Y Grecia fue dominada y reducida a polvo cuando Astarté vino con sus siete doncellas desde las costas sirias.
En cuanto a Jesús, yo nunca lo había visto antes de que me lo entregaran como a un malechor, como a un enemigo de su propia nación y también de Roma.
Fue traído al tribunal con los brazos atados con cuerdas a su cuerpo.
Yo estaba en mi sitial del estrado y avanzó hacia mí con pasos firmes y largos; luego permaneció erguido, la cabeza en alto.
Y no puedo sondar que ocurrió en mis adentros en ese instante; pero, de súbito, irrumpió en mí el deseo, aunque no la voluntad, de abandonar el estrado y caer a sus pies.
Sentí como si César hubiera entrado al tribunal, un hombre más grande que la misma Roma.
Pero esto solo duró un instante. Y luego vi simplemente a un hombre acusado de traición por su propio pueblo. Y yo era su gobernador y su juez.
Lo interrogué; pero El no dio muestras de querer responder. Se limitaba a mirarme. Y en su mirada había lástima, como si El fuera mi gobernador y mi juez.
Entonces se levantó desde afuera el clamor de la multitud.
Pero El permaneció silencioso, y sin embargo El estaba mirándome con lástima en sus ojos.
Y yo salí a las gradas del palacio, y cuando las gentes me vieron, cesaron de gritar. Y yo les dije: "¿Qué queréis hacer con este hombre?"
Y ellos gritaron a una sola voz. "Queremos crucificarlo. Es nuestro enemigo y el enemigo de Roma".
Y por ahí, en medio de la muchedumbre, uno gritó: "¿No dijo El que destruiría el templo? Y ¿No era El quien pretendía el reino? No tenemos otro rey que César."
Entonces los dejé y volví de nuevo a la Sala del Tribunal y lo vi todavía allí, solo, siempre en alto la cabeza.
Y recordé lo que había leído de un filósofo griego: "El hombre solitario es el más fuerte de los hombres".
En ese momento el Nazareno era más fuerte que su raza. Y no me sentí clemente hacia El. Estaba más allá de mi clemencia.
Entonces le pregunté: "¿eres tú el Rey de los Judíos?" 
Y El no dijo una sola palabra.
Y le pregunté de nuevo: "¿No has dicho tú que eres el Rey de los Judíos?"
Y El puso los ojos en mí.
Entonces respondió con vos tranquila: "tú mismo me has proclamado Rey. Tal vez para éste fin yo he nacido, y por esta causa vine a dar testimonio de la verdad".
¡Mirad que hombre: hablar de la verdad en semejante momento!
En mi impaciencia alcé la voz, tanto para mí mismo como para El: "¿Qué es la verdad? y ¿qué sentido tiene la verdad para el inocente cuando la mano del ejecutor está ya sobre él?"
Entonces Jesús dijo con firmeza: "Nadie dominará al mundo si no es con el Espíritu y la Verdad"
Y le pregunté: "¿Eres tú el Espíritu?"
El respondió: "Tú también lo eres, aunque no lo sepas"
Y ¿qué era el Espíritu y qué era la Verdad cuando yo, en nombre del Estado, y ellos a causa del celo por sus antiguos ritos, entregábamos a la muerte a un hombre inocente? 
Ningún hombre, ninguna raza, ningún imperio se detendría jamás frente a una verdad en su camino hacia su propio logro.
Y volví a preguntar: "¿Eres tú el Rey de los Judíos?"
Y El respondió: "Eres tú quien lo dice. Yo he conquistado al mundo antes de ésta hora"
Y ya esto solo, de todo cuanto decía, era impropio, tanto más cuanto que solamente Roma había conquistado al mundo.
Pero ya las voces del pueblo se alzaban de nuevo y el ruido fue mayor que antes.
Y descendí de mi sitial y le dije: "sígueme".
Y otra vez aparecí en las gradas del palacio y El permaneció de pie, a mi lado.
Cuando la muchedumbre lo vio bramó con el bramido del trueno. Y de su clamor yo no discernía otra cosa que: "¡crucifícale, crucifícale!"
Entonces lo transferí a los sacerdotes que me lo habían traído y les dije: "haced lo que queráis con este hombre justo. Y si es vuestro deseo llevad con vosotros soldados de Roma para su custodia."
Entonces se lo llevaron y yo decreté que fuera escrito sobre la cruz, encima de su cabeza: "Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos". Si por mí fuera, yo habría hecho escribir: "Jesús de Nazaret, un Rey".
Y el hombre fue desnudado y azotado y crucificado.
Habría estado en mi poder salvarlo, pero salvándolo a El habría provocado una revolución; y siempre es prudente para el gobernador de una provincia romana no ser intolerante con los escrúpulos religiosos de una raza conquistada.
Hoy creo que el hombre era algo más que un agitador. Lo que decreté no lo hice por propio convencimiento, sino mas bien por la seguridad de Roma.
No mucho después dejamos Siria y desde ese día mi esposa ha sido una mujer de pesares. Algunas veces, aún aquí, en éste jardín, veo la tragedia en su rostro.
Me han dicho que habla mucho de Jesús a otras mujeres de Roma.
¡Mirad, pues, cómo el hombre cuya muerte decreté retorna del mundo de las sombras y entra en mi propia casa!
Y dentro de mí mismo pregunto una y otra vez: "¿qué es verdad y qué no es verdad?"
¿Será posible que el sirio nos esté conquistando en las tranquilas horas de la noche?
No debería ser así, por cierto.
Porque Roma debe imperiosamente prevalecer contra las pesadillas de nuestras esposas.

Khalil Gibran, Jesús, el hijo del hombre

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