domingo, 7 de octubre de 2012

Tegularius




Para caracterizarlo, nos servirá una página de las anotaciones oficiales de Knecht, llevadas por éste algunos años más tarde, para ponerlas a disposición exclusiva de las Autoridades superiores. Allí dice:

“TEGULARIUS:  Amigo personal del relator. Alumno muchas veces distinguido en Keuperheim, buen filólogo de la antigüedad, muy interesado en filosofía; hizo trabajos sobre Leibniz, Bolzano y, más tarde, sobre Platón. El jugador de abalorios más completo y brillante que conozco. Sería predestinado a ser Magister Ludí si, juntamente con su delicada salud, su carácter no fuese totalmente inadecuado para ello. T. no puede llegar nunca a una posición directiva, representativa o de organización; sería una desgracia para él y para el cargo. Su insuficiencia se manifiesta físicamente con estados de depresión, períodos de insomnio y desarreglos nerviosos; espiritualmente, por temporadas, con melancolía, violenta necesidad de aislamiento, ansiedad por los deberes y las responsabilidades y, probablemente, también con ideas de suicidio. Este ser Un amenazado resiste con el auxilio de la meditación y el gran dominio de sí mismo, con tanto valor que la mayoría de los que lo rodean no tienen siquiera una sospecha de la gravedad de su sufrimiento y sólo notan su gran sobriedad y su reserva. Por desgracia, pues, no es apto para ocupar cargos elevados, aun siendo para el Vicus Lusorum una joya, un tesoro insustituible. Domina la técnica de nuestro juego como un gran músico su instrumento; halla a ciegas el matiz más delicado y es un estimable maestro. En los cursos secundarios y superiores de repetición —para los inferiores sería una lástima grande emplearlo—, no sabría cómo desenvolverme sin él; es algo extraordinario y único ver cómo analiza los ensayos de los jovencitos, sin nunca desanimarlos, cómo sorprende sus tretas, conoce y revela infaliblemente toda imitación o simple decoración, cómo encuentra las fuentes de los errores en un juego bien refundido pero aún inseguro y mal compuesto, y las presenta como impecables preparados anatómicos. Esta visión aguda e insobornable para analizar y corregir es la que ante todo le asegura el respeto de alumnos y colegas, respeto que resultaría muy problemático por su porte incierto y desigual, ligeramente tímido. Deseo ilustrar con un ejemplo lo expresado acerca de la genialidad de T. como jugador de abalorios que no tiene competidor. En el primer tiempo de mi amistad con él, cuando ambos ya no encontrábamos mucho que aprender técnicamente en los cursos, me permitió una vez, en una hora de confidencias privadas, una ojeada sobre algunos juegos compuestos por él. A primera vista los hallé brillantemente inventados y, por alguna razón, nuevos y originales en su estilo; le pedí los esquemas apuntados para estudiarlos y encontré en esas composiciones verdaderos poemas, algo tan asombroso y unívoco, que creo no debo callarme al respecto. Esos juegos eran pequeños dramas de estructura casi meramente monologada y reflejaban la vida anímica e individual del autor, tan antepasada como genial, hasta resultar un perfecto autorretrato. No había solamente concentración y discusión dialéctica de los varios temas y grupos de temas en que descansaba el conjunto y cuya sucesión y oposición resultaban muy chispeantes, sino que también la síntesis y la armonización de las voces contrastantes no concluía en la forma usual, clásica; esta armonización pasaba más bien por toda una serie de quebrantos y permanecía cada vez detenida —como por cansancio o desesperación— antes de la solución; su tonalidad se perdía en interrogaciones y dudas. Esos juegos se enriquecían así no sólo con una excitante cromática, por lo que yo sé nunca intentada hasta hoy, sino que todos los juegos se convertían en la expresión trágica de una duda, de una renuncia, figurada comprobación de lo problemático de todo esfuerzo espiritual. Además, tanto en su espiritualismo como en su caligrafía y en la perfección técnica, eran tan excepcionalmente hermosos, que se hubiera sentido el deseo de llorar sobre ellos. Cada uno aspiraba tan intima y seriamente a la solución y renunciaba al final a ella con tan noble abandono, que aquello resultaba una perfecta elegía de lo transitorio íntrínseca a todo lo bello, y de lo dudoso connatural en el fondo para todas las elevadas metas espirituales. Recomiendo, en fin, a Tegularius, en el caso de que me sobreviva a mí o a mi permanencia en el cargo, debe ser tratado como un bien sumamente delicado, precioso, pero siempre en peligro. Debe gozar de mucha libertad; su consejo ha de escucharse en todos los problemas del juego que sean de importancia, pero no hay que confiarle discípulos, ni una dirección demasiado librada a su solo criterio”.


El Juego de los Abalorios, Hermann Hesse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los Napoleones del fin de semana

  Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y reglam...