lunes, 29 de abril de 2019

Eso es todo lo que hay




Japón entero está salpicado de templos sobre las faldas de las colinas y las montañas a las que se llega subiendo escaleras de piedra que ascienden a través de bosques de coníferas cuya monotonía solo se ve aliviada por la ligera frivolidad de los arces y los helechos. A estas escaleras, flanqueadas por lámparas de piedra e imágenes de bodhisattvas, suele llegarse franqueando macizas puertas de madera techadas al estilo chino y fastuosamente decoradas con dragones, nubes y aves talladas. Dos o tres rellanos más arriba suele encontrarse otra puerta detrás de la cual se halla el patio del templo principal con un amplio tejado acabado en cuernos, cubierto de azulejos grisáceos y sostenido por fuertes columnas de madera; todo el edificio es largo y bajo, y los aleros se hallan tan alejados de los muros que el tejado parece flotar. Dentro, más allá de un suelo cubierto de esterillas, se encuentra un altar de laca dorada y negra, decorado con candelabros, réplicas doradas de flores de loto en floreros y cuencos de bronce para las ofrendas. En el centro, frente a la imagen del Buda, una naranja reposa sobre una bandeja y junto a ella hay un caldero lleno de arena sobre el que se ha colocado polvo de incienso formando una compleja letra sánscrita que, mientras va quemándose lentamente, pasa del marrón al negro. El Buda, "el viejo rostro dorado", mira hacia abajo desde su aura peciolada, no exactamente con una sonrisa ni con indiferencia sino con una serenidad completamente inconsciente de sí. Y, a pesar de que estos rasgos se repiten una y otra vez y son famosos en todo el mundo gracias a la colosal estatua de Kamakura, nunca me canso de contemplarlos.
Detrás del templo se halla otra escalera que todavía asciende más arriba, perdiéndose en el bosque, sugiriendo que nadie ha llegado todavía al fondo del misterio. Subiendo por esa escalera uno no llega a una puerta china sino a un torii (arco shinto) que originalmente servía de percha para los pájaros sagrados y da acceso a un altar de madera virgen cubierto por un techo de paja, en cuyo interior se encuentra un espejo, un disco de bronce bruñido sobre un soporte lacado. Pero eso no es todo porque, en la parte trasera, la escalera prosigue, más estrecha y menos impresionante, ascendiendo serpenteante entre los árboles hasta llegar a un claro llano con hileras de piedras y postes de madera inscritos con caracteres chinos. Obviamente, parece como si terminara ahí, en el cementerio... pero cuando uno está a punto de llegar a la tediosa y deprimente conclusión de que "los caminos de la gloria solo conducen a la tumba", descubre otra escalera tosca y poco frecuentada que sigue su camino ascendente hasta llegar a un lugar en el que el camino parece nivelarse y termina desapareciendo. Dicho en forma de aiku:

Eso es todo lo que hay;
el camino llega al final
entre el perejil


Alan Watts - Memorias



3 comentarios:

  1. También uno podría pensar: más allá del camino conocido lo que nos aguarda es un misterio. Justo ahí, en el límite, en el umbral, junto al perejil...

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  2. Si, perfectamente puede pensarse. No sabría decir qué pienso sobre el tema. Pienso varias cosas, algunas contrapuestas, incluso depende del día o el estado de ánimo. Lo que me gusta de este texto es la simpleza, la economía de ese final entre los yuyos, en la naturaleza pura, sin artificios ni ceremonias ampulosas. No sé, me gusta...

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  3. Pienso lo mismo. Mejor dicho, lo siento. Ese ir traspasando umbrales, dejando atrás los ornamentos y penetrando en lo simple, el ir descorriendo velos y dejándolos caer para dejarlos detrás, es lo que hace poderoso el influjo de esas líneas. Lo que va apareciendo gradualmente, llámese naranja o perejil, o naturaleza pura como decís, es un abrazo sutil y penetrante de lo que nos llama, abrazo al cual difícilmente uno pueda resistirse. Es el encuentro con lo que es, y vive, así, sin problemas. Más allá de nuestras fatigosas luchas y búsquedas. Supongo que tenemos mucho que aprender del perejil...

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