martes, 19 de mayo de 2015

No quiero saber




Agay (Var)         

Eso es... —sabias resoluciones, cartas rotas en pedazos, durante dos años cuántas cartas rotas— y luego, junto al fuego, a medianoche, todas las resoluciones ceden. Y me permito el lujo de una imprudencia y de un pequeño fracaso. Y sorbo un té bien azucarado. Y me perfumo junto a este fuego que huele a eucaliptos y a resina. Creo incluso que sonrío, sonrío dulcemente, para mis barbas, porque no siento vergüenza...         

¿Qué contarte? Me siento bien a medias. Junto a ti esta noche hubiera estado sin hablar durante una hora. Ocupado en no dejar escapar un pensamiento dormido, saboreándolo sin decírmelo. Pensamiento dulce mientras está dormido. ¡Me has enseñado a engañarme a mí mismo! Así que me veo obligado a escribirte una carta que no significa absolutamente nada. Algunos pasos en el jardín. O una carta despertador, cuando uno se estira, cuando todavía no se sabe bien por qué es encantador vivir.         

Lo que más deseo es no esperar nada. En Toulouse me veía impelido hacia mi buzón, desde el otro lado de la ciudad, a cada hora. A veces regresaba de Marruecos después de tres días de ausencia. Tres días inmensos durante los cuales todas las mujeres del mundo habrían tenido tiempo de escribirme. ¡Esto me aumentaba las oportunidades para una sola! Me gustaba dar esta oportunidad de tres días.         
Se me preparaba una sorpresa y yo me iba de paseo para no estorbar. Ingenuo de mí. Verdaderamente era un muchacho muy desgraciado. Y escribiría por la noche, desde el café Lafayette, cartas en las que escondía secretos bajo la entonación de las palabras. Y cuando decía “Alicante”, Alicante con su sol y sus naranjas... ¡Era tan sonriente, era tan transparente como un rostro! Y durante aquel invierno, todas las primaveras que denuncié en el mundo —en Málaga, en Cartagena—, todas las primaveras que reconocía... Estaba loco.

Ya que lo que más deseaba era no comprender nada. Mis secretos tan mal defendidos no corrían ningún peligro. Más tarde se me escribía al Senegal: “Mándame pronto otras cartas, me gustan tanto tus cartas...” Y estaba celoso de mis cartas, me parecía a aquel hombre que, por tacto, había ofrecido como falsa una piedra preciosa. Se aprovechaban. Le agradecían la piedra falsa. “Envíame otra pronto...” y “qué sinvergüenza que no me manda más”.  Pobre hombre.         

Claro. Habría preferido que me trocearan a cachos antes que volver a escribir.         

Pero la calma que traen consigo los años, tantas cosas ocurridas, a lo mejor las casablanquesas, o una cierta vejez del corazón, todo ello, en fin... No tiene quizá importancia ya.         

Sin duda miento un poco.         

Sin duda hubo aquel truco poco leal de la canción de la “Vida Parisién” y el ensayo traidor de otra canción a la guitarra. La que sin duda Dalila cantaba para cortar la melena de Sansón. Sansón se daba cuenta del truco ¡imagínate! Pero la canción le gustaba más que la melena.         

La noche sigue dulcemente su curso y dulcemente también me duermo yo. Desconfío de mis confidencias. Me inquieta haber olvidado mis grandes rencores: esto es grave. Quizá me guste también mi debilidad. No quiero saber si he caído o no en la trampa. Sansón que no osa moverse, romper el hilo. Sansón maravillado de ser el guarda que ha caído en la trampa del cazador de pájaros. 

Antoine


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